el miércoles pasado a las 16:32
En el marco del Día de los Pueblos Originarios, es un acto de justicia y gratitud reflexionar sobre el invaluable aporte que estas culturas han hecho —y siguen haciendo— a nuestra identidad colectiva. Más allá de los símbolos o las fechas conmemorativas, su legado vive en el paisaje que habitamos, en las historias que nos narran y en las cosmovisiones que desafían y enriquecen nuestra manera de entender el mundo.
Los pueblos Aymara, Licanantay, Mapuche, Lafquenche, Rapanui y Yagán, entre otros, no solo han preservado territorios físicos, sino también un paisaje patrimonial cargado de significado: cerros que son protectores, mares que guardan memoria, bosques que enseñan el lenguaje del respeto. Esos lugares no son simples postales; son parte de una relación sagrada entre el ser humano y la naturaleza, una lección de sostenibilidad que nuestra sociedad contemporánea recién comienza a vislumbrar.
Personalmente, he tenido la fortuna de aprender a través del diálogo con amigos y sabios de estos pueblos. Sus palabras, generosas y profundas, han transformado mi mirada: ya no veo un río solo como agua que fluye, sino como un testigo de historias; una montaña no es solo un accidente geográfico, sino un ngen (espíritu) mapuche que exige reciprocidad. Esa comprensión ha sido un regalo que me ha ayudado a reencontrarme con mi propia identidad, arraigada en un territorio plural y mestizo.
Hoy, cada vez más profesionales y familias de estos pueblos comparten sus conocimientos con visitantes desde el respeto mutuo, sin folclorizar sus saberes. No se trata de "turismo étnico", sino de encuentros auténticos, donde el aprendizaje fluye sin jerarquías. Esta es una de las mayores riquezas que podemos atesorar como sociedad: la posibilidad de construir, desde la humildad y la escucha, una convivencia que honre tanto el pasado como el futuro.
Agradezcamos entonces no solo su persistencia, sino también su generosidad. Que este día nos recuerde que su voz es esencial en la construcción de un país más justo y consciente, donde el paisaje no sea solo un recurso, sino un lazo de memoria y pertenencia. Un reconocimiento a quienes, con paciencia y sabiduría, nos enseñan a ver el mundo con otros ojos.
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